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martes, 24 de diciembre de 2013

Palabra de Misión: Poner a Dios en su lugar



Una de las tradiciones populares navideñas consiste en llevar en procesión, la Nochebuena, una imagen del Niño Dios hasta el pesebre, para colocarlo donde debe estar en ese momento, entre sus padres, apenas nacido. A nadie se le ocurriría ponerlo en otro lugar, precisamente porque estamos en la Navidad, y el niño que nos ha nacido no puede estar demasiado lejos de su madre. No sería bueno que esté guardado en un cajón ni dentro del trineo de Papá Noel. Su lugar en esa noche maravillosa es el pesebre.

¿Pero qué tiene de atractivo el pesebre para que Dios quiera estar allí? Buceando los Evangelios, resulta que en Marcos no hay ni rastros de un pesebre, puesto que ni siquiera hay rastros de la infancia de Jesús. Lo primero es Juan el Bautista (cf. Mc. 1, 2-4). Nos trasladamos a Mateo y ya se nos dibuja una sonrisa, porque aquí si hay relatos de la infancia; igualmente, la escena del nacimiento me desilusiona en la búsqueda, porque del pesebre no hay noticias (cf. Mt. 1, 25); avanzamos hasta el famosísimo episodio de los magos de Oriente, pero éstos no lo hallaron en un pesebre, sino en una casa de Belén (cf. Mt. 2, 9-11). Al Evangelio según Juan ya lo habíamos descartado de antemano en esta búsqueda porque recordamos que lo primero de lo primero es el himno al Logos (cf. Jn. 1, 1-18), luego el testimonio del Bautista (cf. Jn. 1, 19-28). De pesebre, ni hablar.

Entonces decidimos abordar Lucas, con la certeza de que la palabra pesebre nos viene de allí. Parece que la búsqueda tendrá consuelo. Localizamos Lc. 2, 7 y la claridad del autor es extrema: “María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue”. Es una imagen grabada en la memoria. La explicación escuchada todos los años es la misma: Dios elige la humildad del pesebre para manifestarse y las malas gentes de Belén no le dieron espacio en sus casas a una mujer parturienta. ¿Pero será tan así? Cuando repasamos Lc. 2, 7 no encontramos casa ni gente mala. Donde no había lugar para ellos es en un albergue. En el texto griego (idioma que usó Lucas para escribir), la palabra es kataluma, y puede tratarse tanto de una especie de hotel para viajeros de caravanas en el Oriente, como de la habitación de determinadas casas reservadas para los huéspedes. Los biblistas dicen que si José, según la versión de Lucas, llevó a una mujer a punto de parir por unos doscientos kilómetros (de Nazareth a Belén) sin haber previsto alojamiento, entonces era un padre demasiado irresponsable. Tenemos que suponer que si fue a empadronarse a Belén porque era su ciudad familiar (cf. Lc. 2, 4), había allí parientes, y que kataluma sería, más que albergue, la habitación de huéspedes de una casa relacionada sanguíneamente con José. ¿Y por qué no había lugar para ellos en esa casa? Porque María pariendo se hacía impura según la ley escrita en el Levítico capítulo 12. Si el nacido era varón, como en este caso, la madre quedaba impura por siete días, al octavo día se circuncidaba al niño, y la madre aún permanecía treinta y tres días más impura. El problema con la mujer impura, según el Levítico, es que quien la toca se vuelve impuro (cf. Lev. 15, 19), sobre lo que ella se acuesta queda impuro, sobre lo que se sienta queda impuro el objeto (cf. Lev. 15, 20), y aún quien toca algo que esté en contacto con el lugar donde ella se acuesta o se sienta, también se vuelve impuro (cf. Lev. 15, 23). Es demasiado evidente que tener una parturienta en casa era volver impura toda la casa, y por cuarenta días a lo mínimo. Esa es la respuesta a por qué no había lugar para ellos. Aquí no se trata de gente mala, sino de estrictos cumplidores de la Ley.

Después de enterarnos de eso, el pesebre parece perder un poco la mística con la que lo habíamos envuelto. Sin gente mala, sin humildad ascética, con cumplimiento de una ley que está contenida en la Biblia explícitamente, el pesebre parece dejar de ser pesebre. Y aquí viene la clave de todo esto. Al seguir leyendo el Evangelio según Lucas, son los pastores los primeros personajes inmediatos al nacimiento. Y no se trata, precisamente, de los pastorcillos de nuestros pesebres vivientes, simpáticos y jóvenes. En los tiempos del nacimiento de Jesús, la cultura popular los consideraba parte de la clase social baja en la que no se podía confiar, pues indefectiblemente, debían ser ladrones, malhechores o mal vivientes. Su reputación no era lo más envidiado en Palestina. Los pastores eran la lacra, los marginados; y para los terratenientes, mano de obra barata que cuidaba rebaños que no eran suyos. Ellos son, según Lucas, los primeros que reciben el anuncio (cf. Lc. 2, 8-12), son los destinatarios de la Buenísima Noticia del niño en el pesebre. Porque el Evangelio tiene dos aristas: al Salvador se lo reconoce en el pequeño e indefenso (cf. Lc. 2, 11-12) y la Buena Noticia es anunciada a los pobres (cf. Lc. 4, 18).

Marcos, Mateo y Juan no hablan de un pesebre, sin embargo, siempre recalcan que Jesús andaba con publicanos, prostitutas y pecadores, que vivía entre lo marginal, que se identificaba con los que nada tienen y nada son para la sociedad. Marcos, Mateo y Juan ignoran el pesebre, pero no dan vuelta la cara ante el Dios que comparte su tiempo con los lacra, que vive entre ellos, que es señalado como uno más del montón. De Jesús se puede decir que murió como nació: entre los parias, entre los despreciables, los desechables. Su lugar en Nochebuena es el pesebre. ¿Y qué tiene de atractivo el pesebre, entonces? Probablemente los pastores, lo menos atractivo de la época, lo más marginal. En esta Navidad pongamos a Dios en su lugar: con los inmigrantes ilegales, los desocupados, los homosexuales, los drogadictos, las prostitutas, los indígenas, los esclavos del capitalismo, los enfermos, los presos, los divorciados, los silenciados, los oprimidos, los últimos…

1 comentarios:

varnercaccavale dijo...

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