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lunes, 16 de noviembre de 2009

Ser cristiano en América Latina: Actitudes discipulares 2


a) Promover al hombre y a la mujer

Una de las equivocaciones de concepto y práctica que el cristianismo sostuvo mucho tiempo fue el de la limosna entendida desde el individualismo. Quien realizaba una limosna, no pensaba tanto en el receptor de la ayuda, sino en él mismo, como un hacedor de bondad, y con la conciencia limpia, la vida continuaba. Era, y es, muy común que el hombre o la mujer de grandes capitales realice generosas limosnas, pero sus empleados permanezcan en un estado laboral injusto, los obreros de su fábrica no tengan cobertura de salud y sus mucamas no hagan aportes para la jubilación. La limosna, entonces, es un acto estereotipado para ser vistos por los demás o para contentar una concepción legalista de Dios, quien exigiría este aporte monetario como norma para pertenecer a su grupo de salvados y amados. Se configura, así, la limosna farisaica.

La limosna farisaica elimina de la pastoral la planificación social, el compromiso de las comunidades y su inserción en la dinámica de los pueblos. Las Iglesias acostumbradas a esta práctica llenan huecos de la pobreza aisladamente, sin tener en cuenta otro factor que la resolución inmediata de una necesidad, y del mismo modo, crean un círculo vicioso con las clases sociales pobres, las cuales ven en la comunidad eclesial una fuente inagotable de recursos gratuitos, renovables y al alcance de la mano. El pobre recibe y vuelve a recibir, volviéndose dependiente de la dádiva, permaneciendo en su estado de pobreza, porque la cobertura de una necesidad inmediata hoy, es una necesidad que resurgirá mañana, y pasado mañana, y el mes próximo. La limosna farisaica impide la organización de la pastoral social, y cada vez más, sume a la comunidad eclesial en un reducido ámbito de pietismo, que pesa en la inconsciencia de los miembros y contribuye a la mala imagen que el mundo posee de la Iglesia. Las comunidades sin implicancia en la problemática de los pobres y oprimidos, sin verdadera encarnación en el ámbito de los excluidos, separa fe y vida, crea un muro de disociación donde no debiera existir, poniendo de este lado a los superiores justos y puros, y del otro lado a los inferiores pecadores impuros. Los primeros ayudan a los segundos como gran obra de caridad. La limosna farisaica, a pesar de lo que creamos, hace a los pobres cada vez más invisibles, y en lugar de liberarlos, los esclaviza.

El discípulo de Jesucristo en Latinoamérica tiene la obligación de asumir, como eje transversal de su existencia, la opción preferencial por los pobres, en forma de promoción humana. La limosna farisaica no es su estilo, porque no fue el estilo del Maestro. La inclusión a partir de las posibilidades y oportunidades es el camino. Los pobres necesitan discípulos comprometidos con su historia que, a la par de ellos, como hermanos, trabajen por una estabilidad laboral, acceso a educación inicial, media y superior, participación en los espacios políticos, e intervención en el acervo cultural. Promover al hombre y a la mujer es un trabajo lento, de obstáculos, de fracasos. La limosna permite desligarnos rápidamente de la situación, haciendo del contacto con el pobre un instante, sin complicaciones. Ese no es el sendero del Reino. ¿Qué hace la igualdad: la limosna o la promoción humana? ¿No es acaso la limosna ubicarse en un sitio superior de dador? ¿No es acaso la promoción humana hacerse hermano en lo concreto? El largo y penoso proceso de liberación de los excluidos implica la organización de los discípulos para responder de la mejor manera posible a la problemática y trabajar en conjunto con disciplinas que ayuden a entender mejor la situación, como lo son las ciencias sociales, la antropología, la psicología, el estudio político y económico. Ser voz de los pobres, pero más que eso, hacer que la misma voz de ellos se haga escuchar, para que se conviertan en protagonistas de su promoción.

b) Denunciar proféticamente

El mundo ve a la Iglesia aletargada, replegada. Los poderes gubernamentales y económicos actuales de América Latina no encuentran en los discípulos de Jesucristo una resistencia que les impida llevar adelante sus maquiavélicos proyectos, ni al menos que los hagan replantearse sus objetivos. La Iglesia profética parece haber desaparecido como un todo, y sólo se registran episodios aislados de mártires que entregan su vida resistiendo a los imperios opresores.

El discípulo parece haber perdido el profetismo de denuncia de las injusticias por acostumbramiento, por asociarse al pensamiento común de que no se puede hacer nada, mejor es callar, para qué hablar si nadie escucha. El acostumbramiento estanca y corroe el fuego interno, esa viva voz de defensa del más débil. Tras tropezar un par de veces y quedarnos con las manos vencidas, renunciamos, porque el poder al que nos enfrentamos es muy grande, y tiene todas las de ganar. A ese acostumbramiento, el discípulo agrega una herencia tradicional longeva de un cristianismo que decide no opinar de política ni meter las narices demasiado allí dentro, por miedo de contaminarse, o por no saber qué decir. A pesar de los hermosos movimientos latinoamericanos que intentan revertir este sentir, sigue pisando fuerte una separación tajante entre Iglesia y Estado que no es sana. La división debe existir, pero no como total desentendimiento de unos hacia otros, como si dos sistemas paralelos funcionaran repartiéndose potestad sobre los bienes materiales y espirituales, y negociando con ambos llegado el caso. La sana separación es que el Estado reconozca la religión y sus aportes, así como la Iglesia debe asimilar su rol en la política, aportando a la búsqueda del bien común, lo más precioso de la esencia cristiana: el amor.

Por amor, el discípulo rechaza la injusticia, porque eso no es amar, sino esclavizar. Por amor, el discípulo denuncia las situaciones irregulares, porque no existirá bien común si el egoísmo se ubica por encima de todo. Por amor, el discípulo se enfrenta a los poderes opresores hasta dar la vida, hasta el martirio, porque como su Maestro, no ha venido a ser servido, sino a servir, y su entrega radical es el servicio más grande que puede aportar. Pero para participar activamente, denunciando proféticamente, los discípulos deben ser formados en política y economía, no como especialistas en el tema, sino formados para tener opinión y para poder contrastar la realidad con los parámetros del Reino de Dios. ¿Qué denunciar si no entendemos lo que sucede? ¿Cómo ayudar a los pobres y excluidos si no conocemos qué los empobrece y qué los excluye?

c) Proponer el Reino, no la institución

Una tentación común de la evangelización es hablar a los hombres y mujeres de la institución eclesial a la que pertenecemos. Algunos predican su congregación, otros promueven su sistema de reuniones, éstos hablan de las promesas redituables de unírseles, aquellos elogian su organización como la mejor. Entre tantas idas y venidas, formas y matices, el Reino queda relegado, y nadie habla de él. Aquello que parecía una obsesión de Jesús, de lo que no podía dejar de decir palabra, ha quedado escondido, y por lo tanto, han quedado escondidos sus valores.

El Reino de Dios se caracteriza, sin dudas, por estar constituido de amor, paz, justicia, igualdad y fraternidad. Pablo lo ha resumido magistralmente como la definición más aproximada que nos conservó el Nuevo Testamento: “Que el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom. 14, 17). ¿Predicamos, acaso, la justicia, el gozo y la paz? ¿Trabajamos por ellas? ¿Mencionamos a los hombres y mujeres su existencia y su plenitud en el Reino? Probablemente la respuesta general sea que no lo hacemos. América Latina ansía la justicia y la paz, y desea el gozo de vivir como hermanos. Al olvidarnos del Reino en la evangelización, estamos asumiendo el proselitismo, pues buscamos mayor cantidad de adherentes a nuestra institución, no nuevos discípulos de Jesucristo. Promover instituciones eclesiales antes que el Reino no es invitar a una conversión ni a un encuentro transformador con Jesús, y por lo tanto no es evangelización ni metamorfosis del mundo. La Iglesia se vuelve, así, una organización no gubernamental, y no espacio de comunión ni Pueblo de Dios. El discípulo está llamado a ser predicador del Reino, porque eso lo hará predicador de la justicia, de la paz y del gozo, y ese será un verdadero futuro para las desigualdades y los conflictos latinoamericanos.

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WebJCP | Abril 2007