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lunes, 14 de septiembre de 2009

Evangelio Misionero del Día: Martes 15 de Setiembre de 2009: NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES


Por CAMINO MISIONERO
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 19, 25-27

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre, con su hermana María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a su madre y cerca de ella al discípulo a quien Él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Y Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

Compartiendo la Palabra
Por CELAM - CEBIPAL

“El dolor salvífico de una Madre”
Juan 19,25-27
“Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre”


Hace una semana celebrábamos con María el gozo de su nacimiento, hoy nos unimos a su dolor de Madre. Comenzamos así esta nueva semana celebrando a María, la madre de los dolores.

Nuestra mirada amorosa de hijos se dirige ahora a la madre que al pie de la Cruz llora la muerte de su amado Hijo. Allí donde se cumplió la palabra profética del anciano Simeón: “Y a ti una espada te traspasará el alma” (Lucas 2,35). El evangelio dice una espada, sin embargo la tradición popular ha visto siete espadas o siete momentos dolorosos en la vida de María, como un viacrucis personal de siete estaciones en el seguimiento de Jesús.

La escena cumbre del sufrimiento de María es la que Juan describió al pie de la Cruz de Cristo y que hoy es proclamada en la liturgia: Juan 19,25-27. Junto al cuadro bíblico también podemos apreciar hoy la representación que la historia del arte ha llamado la “pietá”, o representación de María que recibe en sus brazos y con un inmenso dolor el cuerpo flácido y destrozado de su Hijo difunto. En fin, hoy nos aproximamos respetuosa y amorosamente a este momento trascendental, expresión del “martirio” íntimo de la madre del crucificado.

Estamos ante un momento espiritualmente denso, rico de contenido, con grandes lecciones para nosotros. Coloquémonos ahora junto con María al pie la Cruz y contemplemos juntos la escena siguiendo el hijo de la Palabra en Juan 19,25-27:

“Junto a la cruz…” (19,25a)

En primer lugar ponemos la mirada en Jesús crucificado y no perdamos de vista que Él está en centro de la escena. De su entrega en la cruz brota la vida, Él muere como el Cordero pascual que con su sangre redime al mundo.

“…Estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás y María Magdalena” (19,25b)

En segundo lugar, bajando un poco la mirada, vemos que María, la Madre, no está separada del acontecimiento. Ella vive intensamente y de manera participativa la realidad de la redención que Jesús nos obtiene en Cruz.

Jesús la hizo depositaria de sus dones de salvación y vio en ella la primera respuesta humana plena a su gesto de amor sin límites. Para Jesús, la presencia de su mamá fue un tesoro inmenso en ese momento porque vio cómo su entrega era recibida por aquella que tenía el corazón preparado para recibir la total entrega de su amor.
Leyendo ahora muy despacio, y en oración, las palabras de Jesús a la Madre y al Discípulo amado, escrutaremos los valores del texto.

1. En la Pasión, María recibe el don de una nueva maternidad: La Dolorosa es Nuestra Señora del Amor

Estamos ante la última acción que Jesús realiza antes de su muerte en la Cruz y la hace de tal manera que enseguida el evangelista anotará: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido...” (Juan 19,28).

El último gesto de amor de Jesús, quien ha venido dándolo todo, es que da a su propia Madre. Y esto se realiza en el bello diálogo en el que une a su madre y al discípulo amado como madre e hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre” (19,26.27).


1.1. Dos tipos de relación con Jesús

En el evangelio de Juan la madre y el discípulo se caracterizan por el hecho de que nunca son designados por su propio nombre, sino siempre según el tipo de relación que cada uno sostiene con Jesús. (en cuanto madre y en cuanto discípulo) Por tanto, no es su nombre, sino su relación con Jesús lo que es esencial para ellos:

(1) El evangelio habla de la “madre de Jesús” (ver Jn 2,1; 19,25). La vida y la persona de María son determinadas y caracterizadas por el hecho de ser la madre de Jesús, hay una relación que no sólo es biológica sino afectiva, íntima, insustituible entre ellos. La relación madre-hijo es única.

(2) De la misma manera el evangelio habla del “discípulo amado” (ver Jn 13,23; 19,26; 20,2; 21,7.20). Según la tradición (que viene desde el siglo II dC), se ha pensado que se trata del apóstol, que también sería el evangelista, Juan. No entramos aquí en esa discusión, lo importante es que aquí se trata de un discípulo, es decir, uno que está unido a Jesús por llamado al seguimiento. Su relación con Jesús es diferente de aquella dada de por sí en la maternidad, se trata de una relación construida en la amistad.

Pues bien, Jesús antes de morir quiso que estas dos personas, unidas a Él de forma estrecha -en cuanto madre y en cuanto discípulo-, se pertenecieran la una a la otra. No se trataba de una decisión de ellos, sino del mismo Jesús.


1.2. El discípulo amado se hace “hijo de María”

Cuando Jesús se despidió en la cena, preparó a sus adoloridos discípulos, para su muerte y al mismo tiempo para lo que vivirían después de su muerte. Le prometió que no los dejaría huérfanos. En ese momento Jesús se refería al “Consolador” que iba a enviar (14,16-18).

Pero Jesús también pensó en María, a ella no la dejó sola y sin protección. Por eso le da como hijo al discípulo amado.

María entonces puede apoyarse en él, como en su hijo. El discípulo la respetará, la estimará y se ocupará de ella en las necesidades y en las debilidades de la vejez, con la misma fuerza con que lo prescribe el mandamiento de “honrar a Padre y Madre” (Ex 20,12 y el texto de Mc 7,10).


1.3. María se hace “madre” del discípulo amado

María, por su parte, recibe un nuevo llamado: el de ofrecerle al discípulo amado –imagen de todos lo que pertenecen a Jesús por el discipulado– todo su amor de madre.

Porque el discípulo amado está estrechamente unido a Jesús, ella lo amará como a su hijo Jesús.

Así de intenso es el amor que Jesús quiere que reciban sus discípulos y en esta hora crucial de la Pasión, no podemos dejar de pensar que en el amor de la madre también se experimenta todo el amor que está ofreciendo el Crucificado. Un parto nos trajo a la vida, pero también en el nuevo parto de la vida, el amor que nos hace nacer también goza del amor maternal de María.

Una nueva realidad comienza a partir de las palabras de Jesús en la cruz. Se crea una relación estrecha entre su madre y su discípulo. Ahora viven el uno para el otro, lo que los une a Jesús los une entre sí. Es el mismo amor contenido en el mandato: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (13,34).

No se trata de cualquier tipo de relación sino de la relación más estrecha posible que puede haber entre dos personas en la tierra: el centro es el amor a la manera de Jesús, un amor salvífico que rescata al hombre de su soledad egoísta. Es así como se realizan las palabras del evangelio que introducen la pasión: “amó a los suyos que estaban en el mundo y los amó hasta el extremo” (13,1).

En el amor de María como madre que sufre por toda la humanidad y la Iglesia, está el amor de Jesús hasta el extremo y así es como la Madre de Jesús también se convierte en mediadora de vida.


2. En la Pasión, María es la mujer fuerte: La Dolorosa es Nuestra Señora de la Esperanza

Tengamos presente que María vive este momento de su historia de fe de manera plenamente humana. Se trataba de la muerte de “su” Hijo, aquél con quien estuvo profundamente unida de cuerpo y de corazón.

En un momento así la madre pierde el centro de su vida. La herida es profunda, un vacío interno se produce. Para María la ruptura con el Hijo amado que le entrega su último suspiro al Padre, le desgarra su corazón materno. La madre sufre.

Pero el de María no es un dolor que se encierra en sí mismo, y cae en la desesperación. Es más bien un dolor fecundo. Como acabamos se señalar, en aquella “hora” decisiva María vuelve a ser Madre, un nuevo parto se realiza en su existencia fecunda de amor. La maternidad de María se expande para acoger en sí al “discípulo amado” y en él a toda la Iglesia del cuál él es figura ese momento.

María ama a sus hijos participando del amor que brota de la Cruz de Jesús, de ahí que no se trata de un simple sentimiento, sino del amor fecundo que brota del dolor que salvó al mundo transformando la muerte en vida. Ella se ofrece a sí misma junto con Jesús al Padre.

María al pie de la Cruz no es la mujer derrotada que se apaga ante el dolor. Sucede todo lo contrario: ella es verdaderamente la mujer fuerte que desde su identidad femenina y maternal encuentra fuerza en el dolor y así se convierte en expresión viva del evangelio y en aporte concreto a la redención del mundo.

3. En la Pasión, bajo la sombra de la Cruz brilla la más grande luz: La Dolorosa es Nuestra Señora de la Fe

Bajo la oscuridad que la envuelve bajo la Cruz, María aparece misteriosamente radiante por una luz interior.

Ella no lanza un grito de maldición ni de protesta a Dios porque su Hijo le es arrebatado. María participa, aún en contra de sus sentimientos de apropiación maternal, en el desgarrador sacrificio, siendo ella misma sacrificada.

Aquí es donde la fe de María, la fe que vivió gozosa desde el primer instante, cuando el ángel la invitó a la alegría –“Alégrate, llena de Gracia”(Lc 1,28)– y cuando Isabel le deseó una gran felicidad –“Feliz la que ha creído” (Lc 1,45)–, esta fe no es destruida por el sufrimiento, sino más bien conducida a su maduración.

María vive su fe en la entrega de sí misma al proyecto de Padre. Y esta fe llega a su punto culminante, a su momento más dramático, cuando se despoja de su Hijo entregándoselo al Padre por la humanidad.

En este sentido, María supera a Abraham, nuestro padre en la fe. En el libro del Génesis se cuenta que Dios le pidió a Abraham que le entregara a su hijo Isaac como prueba de su fe (ver Génesis 22,1-19). También la fe de María se pone a prueba cuando se le pide que se despoje de su hijo al pie de la Cruz. Pero, a diferencia de Abraham cuyo hijo no murió, porque el sacrificio fue detenido a tiempo, el hijo de María sí le fue arrebatado por la muerte violenta. La experiencia de María fue más allá que la de Abraham.

La madre dolorosa es verdaderamente nuestra madre en la fe que hizo un despojo de sí misma hasta las últimas consecuencias. Es la madre que no vacila en la fe sino que espera contra toda esperanza, que continúa creyendo en las promesas de Dios y que repite su “Fiat”, su “Sí”, aún cuando todas las circunstancias externas la empujen para decir lo contrario. Ella no cesa de esperar en Dios, a pesar de su aparente ausencia en la noche oscura de la fe.


4. En la Pasión, la humanidad entera está en el corazón sufriente de María: La Dolorosa es Nuestra Señora de la Comunión

De la Cruz, de este parto doloroso y amoroso, nace la Iglesia. Allí María es la primera “hija” de la fe y también la madre de todos los hijos –representados en el Discípulo Amado– nacidos de la sangre de la redención.

Al entregar a su Hijo al Padre por la humanidad, María recibe a toda la humanidad como regalo de su Hijo.

Al entregarse completamente a sí misma, con lo más amado de su corazón, María recibe por parte de Dios también lo que más quiere, esto es, el cuerpo del Hijo, que continuará en la Iglesia que nace de la Pasión.

Así, la humanidad y la Iglesia aparecen en íntima comunión con la Madre de Jesús, como el fruto y el resultado de la Pasión que María vive junto a la Cruz de Jesús.


5. En la Pasión, todos los dolores de los Hijos están en el corazón de la Madre: La Dolorosa es Nuestra Señora de la Oración


La Dolorosa ora contemplando la Cruz. La tradición cristiana la ha visto así en ese sublime momento que ha denominado la “deésis”.

María permanece. Ella, símbolo de la Iglesia y de su fecundidad, ciertamente destrozada por el dolor, herida en el alma, no huye porque quiere participar profundamente en el sacrificio de su Hijo.

Maria dialoga. María no está encerrada en sí misma sino en una gran apertura de amor, un amor dilatado por el sacrificio del Hijo, ella está en diálogo con el acontecimiento y con el Señor.

En su corazón orante cabe el dolor del Hijo que se transforma en oblación de amor. Y así nos enseña a transformar, orando como ella, todos los dolores actos de amor que producen salvación, asociando todo dolor a la pasión del Señor.

La “Hora de Jesús” es la “Hora” de la intercesión de María que, fiel a su nueva maternidad, coloca ante a la Cruz a todos los sufrientes de la historia para que el pecado que está en lo más hondo del dolor sea fuente de vida:
- El dolor de todos los que sufren como víctimas de la violencia.
- El dolor de todas las madres que sufren por la pérdida de sus hijos.
- El dolor de aquellos a quienes les han sido arrebatados sus “amados” por el secuestro.
- El dolor de las madres que sufren por el sufrimiento de sus hijos enfermos.

Y podemos seguir la lista...

Todos los dolores de los hijos están en el corazón de la Madre. Y ella nos invita a hacer de nuestra oración una manera de dilatar el corazón para que la realidad del mundo sufriente también nos quepa dentro y allí la transformemos en impulso de amor.

Y situémonos también ante nuestra propia manera de asumir el dolor. Sólo el amor de la Madre amorosa, creyente y fuerte que conoció como nadie el significado de la ofrenda sacrificial de Jesús nos puede capacitar para recibir como don una nueva humanidad.

Este es el don de esperanza, de perseverancia y de fortaleza que debemos pedirle a la madre dolorosa en todos nuestros pequeños y grandes sufrimientos.

Pidámoslo con las palabras del “Stabat Mater”, ése bello himno con el que hoy comenzamos este espacio:

“Oh Madre, fuente de amor, haz que yo viva tu martirio, dame fuerza en el dolor, haz que yo llore tus lágrimas, haz que arda mi corazón en el amar a Cristo, para viva más en Él que conmigo. Amén”.



Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿Por qué decimos que en la cruz María recibe el don de una nueva maternidad?

2. “En la pasión todos los dolores de los hijos están en el corazón de la Madre”. ¿Me dirijo a María con la seguridad del hijo que siente que su Madre lo comprende totalmente?

3. En mi vida he tenido grandes y pequeños sufrimientos. ¿Estos me han ayudado a comprender el dolor ajeno? Cuando me encuentro con una persona que sufre, ¿Qué hago? ¿La compadezco? ¿Le digo una buena palabra? ¿Le ayudo y animo concretamente como lo hizo María?

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WebJCP | Abril 2007