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sábado, 29 de agosto de 2009

Palabra de Misión: Vigésimosegundo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - Mc. 7, 1-8.14-15.21-23


Este domingo, en el que retomamos la lectura del Evangelio según Marcos, abandonada desde el Décimo Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario, nos hallamos ya en el capítulo 7, y nos hallamos, también, con una perícopa recortada por la liturgia, que elimina los versículos 9 al 13 y 16 al 20. Por estas dos cuestiones, es probable que nos perdamos gran parte del significado de la lectura si no reconocemos la trama narrativa marquiana y si no dedicamos tiempo fuera de lo litúrgico para abocarnos a la leída completa de la perícopa.

El único paralelo a esta escena de Marcos se halla en Mt. 15, 1-20, con algunas diferencias. Hay una estructura desemejante en cada relato, reubicando las mismas partes, y con mayor brevedad en Mateo. La explicación del lavado ritual (cf. Mc. 7, 3-4) es obviada por Mateo, de acuerdo a lo que se suponen que son los destinatarios de cada obra; mientras Marcos escribiría para una comunidad formada por un gran número de paganos, desconocedores de las tradiciones israelitas, Mateo lo haría para una comunidad de judeo-cristianos, a quienes sería innecesario explicar determinadas prácticas que ya conocen. La lista de las malas intenciones (cf. Mc. 7, 21-22) también es diferente; la de Marcos es más extensa, con doce elementos, mientras Mateo enumera seis; y el orden de prioridad pone en primer lugar las fornicaciones y los robos en Marcos y los homicidios y adulterios en Mateo. Éste último ha conservado unas palabras de los discípulos a Jesús que ayudan muchísimo a entender qué situación está atravesando el Maestro: “¿Sabes que los fariseos se escandalizaron al oírte hablar así?” (Mt. 15, 12b). Así se denota el grado de preocupación de sus seguidores que ya vislumbran lo peligroso del accionar (palabras y obras) de Jesús, lo cual despierta sospechas, intrigas y, quizás, maquinaciones de muerte. El largo paréntesis litúrgico en el que estuvimos leyendo el relato joánico nos ha dejado ese sabor amargo de un Jesús que se está quedando solo por su mensaje, abandonado de gran parte de sus discípulos, repudiado por los de su patria, expulsado de la sinagoga. Estamos en el momento que los estudiosos llaman la crisis de Galilea, cuando comienza a disminuir la luminosidad y alegría de los relatos, disminuyendo también los milagros y la masiva aceptación de la gente. Esta crisis será el empalme histórico, teológico y literario para que, según el esquema de los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), Jesús realice una pequeña incursión fuera de Galilea y, finalmente, emprenda el camino de subida a Jerusalén, la ciudad que lo verá morir crucificado. No en vano nos hallamos, al principio de la perícopa, con la mención a los escribas bajados de Jerusalén, quienes ya habían aparecido en Mc. 3, 22, cuando sucede la discusión sobre la autoridad de Jesús y la acusación de su posesión demoníaca que le permitiría expulsar espíritus malignos. Los escribas eran un grupo que se había gestado u originado como tal tras el regreso del destierro en Babilonia, dedicándose en exclusiva al estudio de la Ley y a su interpretación. Eran llamados, también, doctores de la Ley, y gran parte de ellos eran fariseos. Ante la progresiva desaparición de la figura del profeta en Israel, los escribas fueron tomando el control de la Palabra divina, y para la época de Jesús gozaban de un alto prestigio como intérpretes oficiales del querer de Dios. Por lo tanto, sus sentencias y cánones eran sentencias y cánones sagrados. Más aún en este caso, que como recalca Marcos, han bajado de Jerusalén, de la capital, del centro religioso, del templo. Evidentemente, su traslado a Galilea está motivado por la repercusión de un tal Jesús que enseña algo distinto a lo que ellos enseñan, y que inclusive se adjudica tener la Palabra real de Dios. La discusión de Mc. 3, 22 está en esa línea; los escribas dicen que Jesús exorciza porque está poseído, y por lo tanto, un poseído no puede tener la Palabra divina; se trata de desautorizarlo y conservar un lugar de prestigio. En el texto de hoy, la discusión es sobre tradiciones e interpretaciones de la Ley, nuevamente con el intento de desautorizar a Jesús (lo acusan de no respetar lo heredado de los antepasados) y retener el prestigio, privatizando así la Palabra. La presencia de los escribas bajados de Jerusalén es inquietante, siembra temor, porque han recorrido ingentes kilómetros como acusadores-espías, como autoridad central que viene a apagar la rebeldía.

No es menos interesante que los dos episodios que cuentan con su presencia sean momentos de ruptura sacral. En primer lugar, como hemos mencionado en anteriores ocasiones, la discusión sobre la posesión demoníaca de Jesús se enmarca en la superación que hace el Maestro de las relaciones sanguíneas (cf. Mc. 3, 20-21.31-35) a favor de la familia universal vinculada por el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y en este pasaje, la discusión sobre las tradiciones de los antepasados focalizadas en las leyes de pureza/impureza, es la superación de la familia racial judaica, a favor nuevamente de una familia universal vinculada más allá de la pureza ritual, mediante la pureza de los corazones, por lo tanto, una familia donde todos tienen acceso desde su intencionalidad, y donde no hay privilegios de raza o circuncisión. Los escribas, representantes de la Ley y de su interpretación en clave separatista, son los testigos privilegiados de las rupturas que establece Jesús con el orden establecido en su sociedad, derrumbando las ideas sectarias.

La posición queda establecida por una cita de Is. 29, 13: “Dice el Señor: Por cuanto ese pueblo se me ha allegado con su boca, y me ha honrado con sus labios, mientras que su corazón está lejos de mí, y el temor que me tiene son preceptos enseñados por hombres”, y por una contraposición antagónica entre labios y corazón, entre fuera y dentro. Mientras la boca dice algo, es posible que el corazón diga otra cosa; mientras se esmeran algunos en cumplir a la perfección las normas de lavado de manos, es posible que sean impuros, aún cumpliendo las prescripciones al pie de la letra. Poner demasiado hincapié en lo externo, depositando allí la obligación de lo interno, o canalizando como salvoconducto las exigencias más íntimas, es comerciar con Dios y es mentirse. No se determina la salvación ni la comunión con el Padre a través de prácticas precisas, sino mediante una conversión real que vuelva absoluto a Dios frente a las demás relatividades. La comunión es obra del amor, y no producto de una actuación ritual, porque entonces estaríamos en el terreno de lo mágico, de la manipulación del Otro. La oposición labios/corazón utilizada aquí es propia del lenguaje semítico, y por lo tanto, es una figura que remite a otro significado. La palabra labio se usaba para mencionar el borde o lo limítrofe de las cosas, metafóricamente, como por ejemplo, para hablar de las costas del mar (cf. Gen. 22, 17: las arenas del labio del mar) o de la boca de una vasija (cf. 1Rey. 7, 23: medía treinta codos de labio). Por lo tanto, el labio es figura de lo periférico, de lo que está alejado del centro, de lo que no es lo principal. El corazón, en cambio, es la figura del hombre interno, pues la palabra se utilizaba, metafóricamente, para hablar del centro de las cosas, como por ejemplo, el fondo del mar (cf. Ex. 15, 8: el corazón del mar) o la intimidad de los cielos (cf. Deut. 4, 11: el corazón de los cielos). El hombre interno es, en definitiva, el hombre real, sin apariencias, sin caretas, sin hipocresías, sin actuaciones. Es el hombre en su estado natural, con todo lo que le es propio, sin simulaciones. Los labios, por otro lado, son periféricos y hacen referencia al hombre aparente, el hipócrita, el que actúa. La comunión con Dios no puede establecerse sólo con los labios, sino que debe ser comunión del corazón, comunión en intimidad, comunión real. Los labios, a veces, actúan para los demás, para la sociedad, para el orden establecido; del corazón salen las intenciones verdaderas, buenas o malas, pero verdaderas. El lavado ritual es obra periférica, labial, que incumbe a las manos y hasta los codos, pero que puede estar presente en un ser humano de corazón frío, impuro, sucio. Aquel que tiene un corazón limpio es capaz de relativizar las normas externas, porque su prioridad es el amor, su prioridad es ser real y no aparentar.

Comentamos al principio que la discontinuidad de las lecturas litúrgicas puede complicarnos la interpretación del pasaje, debido a los faltantes. A continuación presentamos un breve repaso de elementos que pueden contribuir a situar la perícopa en su contexto literario:

- La sección del pan: el Evangelio según Marcos tiene una sección que algunos biblistas llaman del pan, porque este elemento comestible se vuelve repetitivo marcando su presencia en mayor o menor medida, desde Mc. 6, 34 hasta Mc. 8, 21. Casualmente, este segmento relata la ruptura final de Jesús con el sistema sinagogal y su apertura hacia los paganos. A continuación de esta sección, comienza la sección del camino (Mc. 8, 22 – 10, 52). En el relato de hoy, lo que muchas versiones no explicitan en su traducción es que los discípulos, con las manos impuras, estaban comiendo pan (cf. Mc. 7, 2), y así, el texto de hoy es parte integrante del segmento que mencionamos. Podemos enumerar, como menciones específicas al pan, las siguientes: Mc. 6, 34-44 (primera multiplicación); Mc. 6, 52 (tras ver a Jesús caminar sobre las aguas, las mentes de los discípulos están embotadas, pero no por la manifestación de su Maestro, sino porque no entienden lo de la multiplicación de los panes); Mc. 7, 2 (los discípulos comen pan con manos impuras); Mc. 7, 24-30 (Jesús se encuentra con la mujer sirofenicia y discuten sobre el pan/salvación de los hijos/israelitas y la participación de los perritos/paganos de ese pan/salvación), Mc. 8, 1-9 (segunda multiplicación); Mc. 8, 13-21 (los discípulos se olvidan de tomar pan para la travesía, Jesús les advierte sobre la levadura de fariseos y Herodes, ellos siguen interpretando en el plano físico la ausencia de panes, Jesús les recapitula ambas multiplicaciones y les recrimina continuar con la mente embotada). Como ya dejamos vislumbrar, la clave de la sección referida al pan parece estar en la apertura de la salvación a los gentiles. Los extremos de la sección tienen un esquema similar (multiplicación seguida de discípulos con mentes embotadas), y al centro encontramos la ruptura con el legalismo judío de los escribas y el encuentro con la mujer sirofenicia, sin mencionar que la primera multiplicación parece dedicada a los judíos (sucede en territorio palestino, aparece el número doce que representa a Israel, se habla de canastos en un término muy hebreo) y la segunda a los paganos (sucede en territorio gentil, aparece el número siete que representa a todos los pueblos de la tierra, se habla de espuertas que es un término muy griego).

- El caminar sobre las aguas: sobre el final del capítulo 6 ha ocurrido el segundo episodio importante del Evangelio en la barca, que es cuando Jesús camina sobre las aguas (cf. Mc. 6, 47-53), tras la primera multiplicación de los panes. Se trata de un relato pascual, con referencias claras a la resurrección y al tiempo de la Iglesia, como lo son la barca (figura de la Iglesia), el mar encrespado (figura de las fuerzas del mal que amenazan a la Iglesia), Jesús en las alturas del monte (figura de su glorificación junto al Padre), luego caminando sobre las aguas (derrotando el mal), la primera reacción de los discípulos que es verlo como un fantasma (o sea, con un cuerpo transformado) y la frase no teman (propia de las apariciones).

- El korbán: los versículos 9 al 13 del capítulo 7 no son leídos hoy en la propuesta litúrgica. Allí, Jesús utiliza un ejemplo práctico y cotidiano de la vida de su patria para poner en evidencia que las prácticas tradicionales, inventadas por los hombres, habían relegado a un segundo plano lo verdaderamente central que era Dios y su Palabra. Jesús acusa a los fariseos y escribas de declarar sus pertenencias materiales como korbán, palabra hebrea que significa ofrenda, o más bien, dedicado a Dios, para evadir así la clara responsabilidad de ayudar con esos bienes a los padres. A esta argucia legalista se había llegado por una interpretación malintencionada de Num. 30, 3: “Si un hombre hace un voto a Yahvé, o se compromete a algo con juramento, no violará su palabra”. Algunas escuelas rabínicas postulaban que declarar korbán cualquier cosa era comprometerse con juramento, y por lo tanto, aún la necesidad de los padres no era motivo suficiente para ir en contra de esa palabra-juramento, ya que los bienes estaban dedicados a Yahvé. Esta clara contradicción al principio de honrar padre y madre (cf. Ex. 20, 12) sirve de base argumental a Jesús para demostrar que el legalismo tradicional y ritual asfixiaba la Palabra de amor del Padre.

- La consulta en privado: los versículos 16 al 20 del capítulo 7 tampoco son leídos hoy en la propuesta litúrgica. Contienen un episodio importante y un cambio de escenario en el relato. Todo lo que sucede hasta el versículo 16 ocurre en la discusión con fariseos y escribas bajados de Jerusalén; en el versículo 17, Jesús entró en casa, y sus discípulos le preguntan qué quiso decir con aquello de que lo de afuera no contamina, sino lo interno. Entonces, quizás con poca elegancia, el Maestro les recuerda que lo de afuera entra al hombre y va a parar al excusado, se convierte en estiércol. Para el autor, esta sentencia declara puros todos los alimentos, pero resulta evidente que es una conclusión de Marcos, y si queremos profundizar, es una conclusión de la Iglesia abierta a los gentiles, ya que una de las grandes preocupaciones en el inicio de las comunidades eclesiales fue cómo compartir la mesa entre judíos y paganos sin que existieran separaciones impropias de la comunión. Los alimentos declarados impuros por el judaísmo eran la gran barrera. Marcos, quizás para justificar la eclesiología de su comunidad, aduce que esta sentencia de Jesús es la declaración de pureza de todos los alimentos y, por lo tanto, no hay motivo de discusión en torno a la mesa. Esta enseñanza es claramente eclesiológica porque sucede dentro de la casa, en el espacio íntimo donde el Maestro ha ido construyendo su alternativa a la sinagoga, y donde los discípulos reciben la enseñanza preferencial, las explicaciones en privado (cf. Mc. 9, 28.33 y Mc. 10, 10); son explicaciones que hacen Iglesia.

Si la misión no ayuda al humano real no está trayendo nada nuevo a la vida de nadie. Llegar al corazón del otro con el Evangelio es liberarlo de las apariencias y caretas, de las actuaciones e hipocresías. El humano aparente vive entre ritualismos y obras teatrales, montando una escena para cada momento social. Hay aquí un peligro vinculado a lo sacramental, que consiste en lo que ya es moneda corriente: bautismos, comuniones y matrimonios vividos bajo una interpretación meramente social, como etapas que, al superarlas, producen aceptación del resto y no tienen mayor utilidad que una fiesta, una comida, una reunión de parientes, y punto. Hay otro peligro que es cotidiano, que es el personaje creado por cada mujer u hombre para sobrevivir en la sociedad, para no tener que dar explicaciones, para eludir, para huir, para conservar un trabajo, para no quebrar una relación, para evitar sobresaltos. Es el peligro mayor de ir sepultando el humano real, ir sepultando el corazón bajo pesadas capas de apariencia, de tradiciones, de ritualismos, de cosas que no somos. Es sepultar la esencia de Dios en nosotros, su imagen y semejanza que se ha plasmado como originalidad para cada uno. Es, por lo tanto, rechazar a Dios, que no quiere humanos aparentes, sino personas desarrollándose desde la Creación, personas de corazón auténtico, no de labio mentiroso, personas focalizadas en lo central, sin divagar en lo periférico.

La misión ha de ser un trabajo arduo y forzado para derribar las apariencias y para relativizar las tradiciones. El misionero, entonces, se enfrenta a dos obstáculos. En primer lugar, a las capas que han ido sepultando a su interlocutor, capas viejas y nuevas, mayores o menores, agobiantes o fáciles de cargar. Capas que exigen respeto del otro, pero valentía para ponerlas al descubierto. Pueden ser capas sociales (la riqueza o la pobreza, los estereotipos, el ansia de éxito, la sed de venganza), pueden ser familiares (las malas decisiones de los antepasados, los modelos paternos impuestos, la religión heredada), pueden ser personales (el egocentrismo, la falta de madurez, el desprecio de uno mismo, la ausencia de perspectivas). El segundo obstáculo lo encuentra el misionero hacia él mismo, y en proyección, hacia su comunidad eclesial. Él también tiene capas, tiene formas y maneras que no son otra cosa que simulación para ocultar el humano real, para no dejar al descubierto su corazón, para negociar con Dios o con la sociedad circundante. Son capas que se interponen en el diálogo, que tabican el corazón, que amurallan lo verdadero. Son capas que, en gran número de casos, conducen a una sobrevaloración de lo periférico frente a lo central, y a la larga, a tener labios que pronuncian palabras hermosas desde corazones estériles. Es la disociación de lo interno con lo externo que agota en medio de la misión, que nos hace ver la evangelización como un sinsentido, que nos cuestiona el ser y el hacer, que nos endulza con falsos honores y títulos, que finalmente nos ahoga.

La misión debe ser de humanos reales para humanos reales. La evangelización entre capas, con apariencias, con ritualismos y formas sociales no libera a nadie, no es novedad, no es Buena Noticia. Son necesarios misioneros de labios y corazón que lleguen a los labios y al corazón de los demás. Por supuesto, esta actitud no puede desembocar en otra cosa que en una crisis. Para Jesús fue la crisis de Galilea, fue un cambio de paradigma, una nueva situación hacia la que se dejó guiar por el Espíritu. Entrará en contacto con los paganos, romperá más que definitivamente con la sinagoga, iniciará luego su camino hacia Jerusalén. Para nosotros, la crisis podría ser un nuevo paradigma. Entrar en contacto con nuevos grupos, romper con concepciones tradicionalistas y herméticas, iniciar el camino hacia la marginalidad que surge de estar con los marginados. Dejar el humano aparente representa una crisis, pero sin ella, estamos sepultados, y Dios nos quiere vivos.

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WebJCP | Abril 2007