Hoy es el quinto y último domingo que leemos el capítulo 6 de Juan. Hemos comenzado con el relato de la multiplicación de los panes en el Decimoséptimo Domingo del Tiempo Ordinario, y llegamos a la confesión de fe de Pedro. En un principio, los interlocutores de Jesús son la gente, luego, en la sección central del discurso, son los judíos, hoy, al final, son los discípulos. El escándalo se va haciendo cada vez más profundo, afectando con precisión a cada personaje, hasta afectar al círculo íntimo de Jesús, que no queda exento de la radicalidad de las palabras del Maestro. Así como los judíos murmuraban en el versículo 41, hoy lo hacen los discípulos, asombrados por la dureza del lenguaje, escandalizados. Jesús los interpela directamente, les refiere la figura del Hijo del Hombre que subirá donde estaba antes. En el Evangelio según Juan, es muy común encontrar la denominación Hijo del Hombre asociada a la elevación. En Jn. 1, 51, Jesús promete a sus primeros discípulos que verán cosas grandiosas, entre ellas, el cielo abierto y a los ángeles subir y bajar sobre el Hijo del Hombre. En el diálogo con Nicodemo del capítulo 3, se deja en claro que puede subir al cielo quien ha bajado del mismo, o sea, el Hijo del Hombre, quien a su vez, debe ser elevado (en la cruz) como la serpiente de bronce de Moisés (cf. Jn. 3, 13-14). Después del capítulo 6 y la referencia que leemos hoy, hallamos en Jn. 8, 28 un dicho del Maestro asegurando que cuando el Hijo del Hombre sea levantado se sabrá que Él es el Yo Soy, y que es el único enviado del Padre. Finalmente, en el capítulo 12, la gente inquiere: “¿Cómo dices tú que es preciso que el Hijo del hombre sea elevado? ¿Quién es ese Hijo del hombre?” (Jn. 12, 34). Como podemos apreciar, la elevación del Hijo del Hombre es a veces su glorificación final y total, y otras veces es su crucifixión, su elevación en la cruz. Este juego literario, no es otra cosa que la manera artística utilizada por el autor para expresar su teología: la glorificación de Jesús se da en su muerte, Él es rey cuando su trono es la cruz, para ser elevado/glorificado debe ser elevado/crucificado. En esta línea, la interpelación del Maestro hacia sus discípulos en la perícopa de hoy, debe ser leída con esta doble perspectiva. Ahora se escandalizan por su duro lenguaje, pero qué pasará cuando suceda la elevación, que es glorificación, pero pasa por la cruz. En definitiva, qué pasará cuando asuma la cruz como trono, cuando sea rey no a la manera de este mundo, cuando manifieste su Yo Soy (su condición divina) inmortal en la muerte. Ese será el verdadero escándalo, el escándalo mayor, porque esa será la vida entregada, el gesto radical que dará sentido a la eucaristía, al cuerpo/carne y sangre/alma entregadas para la vida del mundo.
Como no podía suceder de otra manera, muchos discípulos terminan abandonando a Jesús, se vuelven atrás, regresan a las mismas cosas de antes, a la rutina, al devenir, al sinsentido, a las costumbres, a la tristeza. Se habían entusiasmado con el nuevo predicador, pero era demasiada la paradoja de la cruz que glorifica, de la carne que se entrega y debe ser comida, del Hijo del Hombre que es Dios. El texto ahora se focaliza más aún en la intimidad de Jesús, y desde el grupo denominadolos discípulos llegamos al grupo de los Doce. Esta es la primera vez que el Evangelio según Juan los nombra como tales. Y serán referidos una sola vez más, sobre el final, en Jn. 20, 24, cuando se especifique que el incrédulo Tomás, empecinado en ver para creer, es uno de los Doce. Inmediatamente a continuación del pasaje que leemos hoy, se encuentran dos versículos dedicados a Judas Iscariote, también identificado como uno de los Doce, el que lo iba a entregar. No es difícil apreciar que el grupo está ligado a las situaciones límites o críticas. Primero, cuando todos lo abandonan y se marchan, luego bajo la sombra de la traición del Iscariote, y finalmente en la incredulidad de Tomás. Suponemos que la comunidad joánica está al tanto de la existencia histórica de los Doce, y que por eso no necesita mayores explicaciones respecto de su elección, constitución y misión. Pero también suponemos que se esconde aquí algún tipo de relación respecto a los Doce distinta de la relación de las comunidades sinópticas, donde sí podemos leer la elección, constitución y misión de ese grupo. Para el relato de Juan, en ocasiones importantísimas como la última cena y las apariciones del Resucitado, el grupo protagonista son los discípulos, en general, no los Doce (cf. Jn. 13, 5.22; Jn. 16, 7.29; Jn. 18, 1; Jn. 20, 18-20). Esto puede haber sucedido por una elaboración eclesiológica surgida de las disputas. La comunidad joánica entiende que el discipulado, o el ser discípulo, es algo más extenso y menos reducido, y que no se pueden adjudicar ese título, o el título de Iglesia, solamente aquellos que denotan algún tipo de autoridad. La Iglesia es la comunidad, y por eso el grupo de los discípulos están en la última cena y en la resurrección, poseyendo la misma autoridad que los Doce. En los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), son los Doce los testigos privilegiados, y por eso el fundamento de la tradición eclesial. Para Juan, el fundamento es la fe, y aquel que cree sin haber visto (cf. Jn. 20, 29), tanto en el año 30 como en el año 90 como en el 2000, es Iglesia con plena autoridad. Esta eclesiología viene a explicar también la confesión de fe que hallamos en la perícopa de hoy en labios de Pedro; si los Doce no son más testigos que cualquier creyente/discípulo, entonces también se exige a los Doce que realicen el camino de la fe, como Tomás en el capítulo 20.
Simón Pedro expresará la fe propia y, en su nombre, la fe de los Doce, en este pasaje. Se trata de una profesión que identifica en Jesús al único medio de salvación del ser humano, porque no hay otro a quien podamos acudir. Las únicas palabras de vida eterna provienen de Él, y por lo tanto, la máxima aspiración que es vivir, sólo puede ser saciada en el Cristo. Si queremos ser plenamente hombres o plenamente mujeres, no podemos buscar la vida eterna, la vida plena, fuera de Jesús. Él es el Santo de Dios. Algunos manuscritos conservan variantes diferentes de esta declaración, como por ejemplo, “tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. La idea del Santo de Dios puede relacionarse con el Sal. 71, 22, donde Dios es llamado el Santo de Israel. Lo santo/sagrado, qadosh en hebreo, puede interpretarse en un doble sentido: es santo lo no manipulable, el totalmente Otro, o sea, Dios; y es santo lo separado, lo totalmente segregado, o sea, Dios y lo que tiene que ver con Él. En la primera acepción se resalta la no manipulación de Dios, identificándolo como Aquel que no puede reducirse a un objeto que hago y deshago, sino que se trata de una Persona, con plena libertad y, aún más, con la libertad que determina mi libertad propia. En la segunda acepción se resalta la diferencia entre Dios y las cosas de Dios respecto al mundo, entre lo inmaculado y aquello imperfecto, ayudando nuevamente a reconocer que lo divino es algo más grande y ante lo cual no puede existir otra actitud que la adoración. La identificación de Jesús como el Santo de Dios, siguiendo estas acepciones, ensalza su divinidad y al mismo tiempo su encarnación. Jesús es santo, es el totalmente Otro, es no manipulable, es Aquel de quien dependen todas las cosas, pero al mismo tiempo es hombre, es lo santo entre lo impuro, lo sagrado entre lo profano del mundo, en la tierra de Palestina, entre pecadores y paganos. Jesús es el Santo cercano, el Dios entre nosotros. Por eso la declaración de Simón Pedro es una profesión fortísima de fe, pues asegura creer y conocer, tener fe y saber, que Jesús, a pesar de estar en contacto con lo impuro, es Santo. Sólo la fe y el conocimiento como revelación de Dios pueden dar esa certeza imperceptible. Más adelante, recordando que la fe hace discípulos a todos, y no hay grupos de privilegio, será Marta, una mujer, quien completará esta confesión de fe petrina diciendo: “Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn. 11, 27). Porque el Santo en la tierra, el Dios encarnado, es el Cristo, el prometido, por lo tanto, el enviado. Pedro lo ha creído en relación al discurso del pan, la carne y la sangre que se entregan para alimentar; Marta lo ha creído en el contexto de la resurrección de Lázaro; juntas, ambas confesiones, completan el misterio de Jesús, que es Dios encarnado, Mesías, elevado/crucificado, resucitado, elevado/glorificado.
Todos estamos llamados a realizar el camino de la fe, pero no de aquella fe mezclada con magia que se manifiesta en la ley de retribución: si yo hago esto o aquello recibo algo. La fe en Jesús es una fe/confianza, una fe/conocimiento, una fe/profundidad, una fe/gratuidad. Así como el cuerpo y sangre del Cristo se donan libremente para dar vida en libertad, de la misma manera se exige una fe que se done, que no espere remuneraciones, una fe de hijo y no una fe de esclavos. Porque la fe mágica lleva a la esclavitud. Es más fácil creer en el Hijo del Hombre si resulta ser un personaje que dispone tales o cuales leyes para cumplimentar y promete un paraíso a quien cumpla estrictamente; pero creerle al Hijo del Hombre elevado/crucificado, que desde la derrota de la cruz se proclama rey, o peor aún, que desde la muerte se declara Dios y Señor de la Vida, parece imposible; tanto como aceptar que el cuerpo y la sangre pueden darse libremente para la salvación de todos. Es una forma de mesianismo que el ser humano no acepta. Que no aceptó la gente en torno a Jesús, ni los judíos, ni muchos de los discípulos. Un mesianismo que sigue causando escozor en la actualidad, que asusta porque invita a una libertad inusual, una libertad que lleva a la entrega.
En la misión, no es infrecuente encontrarse con situaciones donde se vive la fe mágicamente, con sinceridad y con verdadero apego de corazón, pero en espíritu de esclavitud. Situaciones donde prima la ley de retribución respecto a lo divino, donde abundan las promesas entendidas como método válido de negociación con Dios, donde la imagen del Padre es la del juez severísimo. Si el misionero no puede ofrecerle a esa situación la Buena Noticia liberadora de la gratuidad y de la libertad, si no puede presentarle al Mesías que desde la cruz salva, si no puede dar testimonio del cuerpo y la sangre que se entregan por amor, entonces no está aportando nada. Aunque conciente de la dificultad que plantea esta fe, debería estar seguro de que es una fe plenificadora. Para estas situaciones, un Dios encarnado o creer sin haber visto nada maravilloso, es una propuesta contraria a la tradición. El desafío de la evangelización será acompañar el proceso individual y el proceso de las comunidades para que, como Simón Pedro y como Marta, lleguen a expresar en profundidad el núcleo del amor gratuito de Dios, que es Jesús encarnado, muerto y resucitado.
Como no podía suceder de otra manera, muchos discípulos terminan abandonando a Jesús, se vuelven atrás, regresan a las mismas cosas de antes, a la rutina, al devenir, al sinsentido, a las costumbres, a la tristeza. Se habían entusiasmado con el nuevo predicador, pero era demasiada la paradoja de la cruz que glorifica, de la carne que se entrega y debe ser comida, del Hijo del Hombre que es Dios. El texto ahora se focaliza más aún en la intimidad de Jesús, y desde el grupo denominadolos discípulos llegamos al grupo de los Doce. Esta es la primera vez que el Evangelio según Juan los nombra como tales. Y serán referidos una sola vez más, sobre el final, en Jn. 20, 24, cuando se especifique que el incrédulo Tomás, empecinado en ver para creer, es uno de los Doce. Inmediatamente a continuación del pasaje que leemos hoy, se encuentran dos versículos dedicados a Judas Iscariote, también identificado como uno de los Doce, el que lo iba a entregar. No es difícil apreciar que el grupo está ligado a las situaciones límites o críticas. Primero, cuando todos lo abandonan y se marchan, luego bajo la sombra de la traición del Iscariote, y finalmente en la incredulidad de Tomás. Suponemos que la comunidad joánica está al tanto de la existencia histórica de los Doce, y que por eso no necesita mayores explicaciones respecto de su elección, constitución y misión. Pero también suponemos que se esconde aquí algún tipo de relación respecto a los Doce distinta de la relación de las comunidades sinópticas, donde sí podemos leer la elección, constitución y misión de ese grupo. Para el relato de Juan, en ocasiones importantísimas como la última cena y las apariciones del Resucitado, el grupo protagonista son los discípulos, en general, no los Doce (cf. Jn. 13, 5.22; Jn. 16, 7.29; Jn. 18, 1; Jn. 20, 18-20). Esto puede haber sucedido por una elaboración eclesiológica surgida de las disputas. La comunidad joánica entiende que el discipulado, o el ser discípulo, es algo más extenso y menos reducido, y que no se pueden adjudicar ese título, o el título de Iglesia, solamente aquellos que denotan algún tipo de autoridad. La Iglesia es la comunidad, y por eso el grupo de los discípulos están en la última cena y en la resurrección, poseyendo la misma autoridad que los Doce. En los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), son los Doce los testigos privilegiados, y por eso el fundamento de la tradición eclesial. Para Juan, el fundamento es la fe, y aquel que cree sin haber visto (cf. Jn. 20, 29), tanto en el año 30 como en el año 90 como en el 2000, es Iglesia con plena autoridad. Esta eclesiología viene a explicar también la confesión de fe que hallamos en la perícopa de hoy en labios de Pedro; si los Doce no son más testigos que cualquier creyente/discípulo, entonces también se exige a los Doce que realicen el camino de la fe, como Tomás en el capítulo 20.
Simón Pedro expresará la fe propia y, en su nombre, la fe de los Doce, en este pasaje. Se trata de una profesión que identifica en Jesús al único medio de salvación del ser humano, porque no hay otro a quien podamos acudir. Las únicas palabras de vida eterna provienen de Él, y por lo tanto, la máxima aspiración que es vivir, sólo puede ser saciada en el Cristo. Si queremos ser plenamente hombres o plenamente mujeres, no podemos buscar la vida eterna, la vida plena, fuera de Jesús. Él es el Santo de Dios. Algunos manuscritos conservan variantes diferentes de esta declaración, como por ejemplo, “tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. La idea del Santo de Dios puede relacionarse con el Sal. 71, 22, donde Dios es llamado el Santo de Israel. Lo santo/sagrado, qadosh en hebreo, puede interpretarse en un doble sentido: es santo lo no manipulable, el totalmente Otro, o sea, Dios; y es santo lo separado, lo totalmente segregado, o sea, Dios y lo que tiene que ver con Él. En la primera acepción se resalta la no manipulación de Dios, identificándolo como Aquel que no puede reducirse a un objeto que hago y deshago, sino que se trata de una Persona, con plena libertad y, aún más, con la libertad que determina mi libertad propia. En la segunda acepción se resalta la diferencia entre Dios y las cosas de Dios respecto al mundo, entre lo inmaculado y aquello imperfecto, ayudando nuevamente a reconocer que lo divino es algo más grande y ante lo cual no puede existir otra actitud que la adoración. La identificación de Jesús como el Santo de Dios, siguiendo estas acepciones, ensalza su divinidad y al mismo tiempo su encarnación. Jesús es santo, es el totalmente Otro, es no manipulable, es Aquel de quien dependen todas las cosas, pero al mismo tiempo es hombre, es lo santo entre lo impuro, lo sagrado entre lo profano del mundo, en la tierra de Palestina, entre pecadores y paganos. Jesús es el Santo cercano, el Dios entre nosotros. Por eso la declaración de Simón Pedro es una profesión fortísima de fe, pues asegura creer y conocer, tener fe y saber, que Jesús, a pesar de estar en contacto con lo impuro, es Santo. Sólo la fe y el conocimiento como revelación de Dios pueden dar esa certeza imperceptible. Más adelante, recordando que la fe hace discípulos a todos, y no hay grupos de privilegio, será Marta, una mujer, quien completará esta confesión de fe petrina diciendo: “Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn. 11, 27). Porque el Santo en la tierra, el Dios encarnado, es el Cristo, el prometido, por lo tanto, el enviado. Pedro lo ha creído en relación al discurso del pan, la carne y la sangre que se entregan para alimentar; Marta lo ha creído en el contexto de la resurrección de Lázaro; juntas, ambas confesiones, completan el misterio de Jesús, que es Dios encarnado, Mesías, elevado/crucificado, resucitado, elevado/glorificado.
Todos estamos llamados a realizar el camino de la fe, pero no de aquella fe mezclada con magia que se manifiesta en la ley de retribución: si yo hago esto o aquello recibo algo. La fe en Jesús es una fe/confianza, una fe/conocimiento, una fe/profundidad, una fe/gratuidad. Así como el cuerpo y sangre del Cristo se donan libremente para dar vida en libertad, de la misma manera se exige una fe que se done, que no espere remuneraciones, una fe de hijo y no una fe de esclavos. Porque la fe mágica lleva a la esclavitud. Es más fácil creer en el Hijo del Hombre si resulta ser un personaje que dispone tales o cuales leyes para cumplimentar y promete un paraíso a quien cumpla estrictamente; pero creerle al Hijo del Hombre elevado/crucificado, que desde la derrota de la cruz se proclama rey, o peor aún, que desde la muerte se declara Dios y Señor de la Vida, parece imposible; tanto como aceptar que el cuerpo y la sangre pueden darse libremente para la salvación de todos. Es una forma de mesianismo que el ser humano no acepta. Que no aceptó la gente en torno a Jesús, ni los judíos, ni muchos de los discípulos. Un mesianismo que sigue causando escozor en la actualidad, que asusta porque invita a una libertad inusual, una libertad que lleva a la entrega.
En la misión, no es infrecuente encontrarse con situaciones donde se vive la fe mágicamente, con sinceridad y con verdadero apego de corazón, pero en espíritu de esclavitud. Situaciones donde prima la ley de retribución respecto a lo divino, donde abundan las promesas entendidas como método válido de negociación con Dios, donde la imagen del Padre es la del juez severísimo. Si el misionero no puede ofrecerle a esa situación la Buena Noticia liberadora de la gratuidad y de la libertad, si no puede presentarle al Mesías que desde la cruz salva, si no puede dar testimonio del cuerpo y la sangre que se entregan por amor, entonces no está aportando nada. Aunque conciente de la dificultad que plantea esta fe, debería estar seguro de que es una fe plenificadora. Para estas situaciones, un Dios encarnado o creer sin haber visto nada maravilloso, es una propuesta contraria a la tradición. El desafío de la evangelización será acompañar el proceso individual y el proceso de las comunidades para que, como Simón Pedro y como Marta, lleguen a expresar en profundidad el núcleo del amor gratuito de Dios, que es Jesús encarnado, muerto y resucitado.
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