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MISIONEROS EN CAMINO: Palabra de Misión: Vigésimo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - Jn. 6, 51-58
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viernes, 14 de agosto de 2009

Palabra de Misión: Vigésimo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo B - Jn. 6, 51-58



El texto de hoy, nuevamente continuación del discurso sobre el pan de vida del capítulo 6 del Evangelio según Juan, abre y cierra, empieza y culmina, hablando de pan, pero en el centro se habla de carne y de sangre. La carne puede ser interpretada en sentido semítico o en un sentido más griego del término. Según este último, hablamos de la carne como aquello que es terrenal, material, perteneciente a este mundo. Así hallamos en el Evangelio que los que creen en el nombre de Jesús no nacen de la carne, sino directamente de Dios (cf. Jn. 1, 12-13), o sea, son producto de la acción divina, porque “lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu” (Jn. 3, 6). Esta carne, este mundo material, ha sido asumido por el Hijo, quien se hizo carne y puso su morada entre nosotros (cf. Jn. 1, 14), estableciendo así una reconciliación más allá de la imposibilidad del universo. La encarnación es el acto supremo del amor de Dios, porque es el acto mediante el cual Dios mismo decide morir, decide tener las mismas posibilidades que la humanidad, pero también las mismas limitaciones. El mundo material no ha sido despreciado por el mundo espiritual, como realidades intocables. Todo lo contrario; Dios ha tomado carne para reconciliarnos. En el Evangelio según Juan, el tema de la carne parece llevarnos, a veces, a presentar un dualismo propio de la filosofía griega y, en términos sectarios, del gnosticismo. Como mencionamos en alguna oportunidad, el germen del movimiento gnóstico fue una gran amenaza para la comunidad joánica, y significó un desafío para la Iglesia naciente. Según el gnosticismo, la carne es despreciable, impura, inservible, y por lo tanto, Dios, eternamente puro, no se encarnó verdaderamente, en el sentido dogmático que creemos, sino que tomó la apariencia de la carne, como si se pusiese un disfraz. Bajo esta concepción, Jesús no sufrió realmente la muerte ni ninguna clase de dolor. Los gnósticos, obviamente, basados en esta teología, no se preocupaban demasiado por su comportamiento, y admitían como válida la prostitución, por ejemplo, ya que la carne era despreciable y era desechable, por lo tanto, no era necesario preservarla; o restaban importancia al compromiso social, a la transformación de la historia, ya que no era otra cosa que un devenir del mundo material, impuro e inservible, del que no se podía esperar otra cosa que su desaparición en manos del mundo espiritual y el mundo del conocimiento. Es ante esta amenaza que Juan recalca la encarnación. Jesús encarnado es el Jesús que asume la historia, que reivindica la Creación como buena y querida por Dios, que compromete a una vida plena y libre desde ahora. ¿Cómo reconciliar dos mundos separados? Uniéndolos en el Cristo. La carne, para Juan, es mucho más que una realidad humana, material; es también el camino elegido por Dios para dar vida. Lo caído, lo pecaminoso, aquello de lo que no puede esperarse nada, es de lo que se vale el Hijo para obrar la redención.

A los gnósticos desencarnados ofrece el Evangelio la imagen del Jesús que invita a comer su carne, y aún más, también a beber su sangre. Si utilizamos el sentido semítico de carne, podemos hallar una variedad de acepciones. Se llama así al prepucio, como la carne que debe ser cortada en la circuncisión (cf. Gen. 17, 11). A veces, se refiere a la parte comestible de los animales (cf. Deut. 14, 8; Dan. 10, 3), otras veces es una de las partes del cuerpo (cf. Gc. 2, 23; Job. 10, 11), y por sinécdoque, es también la totalidad del cuerpo, significando un ser viviente (cf. Gen. 6, 17; Num. 16, 22; Deut. 5, 26). En este caso, el cuerpo/carne va unido a la sangre. Para el libro del Levítico, la vida está en la sangre (cf. Lev. 17, 11), y el cuerpo sin sangre, por supuesto, no tiene vida. Es así que el ser humano es expresado, lingüística y semíticamente hablando, como carne y sangre (cf. Mt. 16, 17; 1Cor. 15, 50; Gal. 1, 16). Jesús invita, desde su totalidad, desde su ser completo, desde su humanidad, a comer su cuerpo/carne y beber su sangre/vida. Para poder beber esa sangre, es necesario, por más dramático que suene, desangrar a Jesús. Y ese desangramiento se da en la cruz, en la muerte violenta. Tan real es la encarnación del Hijo, que pasó por la historia y fue violentado. En esa entrega en la cruz, en ese desangramiento, es posible beber su sangre. Paradójicamente, es una sangre que da vida desde la muerte. A los gnósticos desencarnados, Juan les presenta el Mesías crucificado, el que derramó su sangre/vida para que el mundo por Él asumido viviera.

En cuanto a los judíos, el Antiguo Testamento prohíbe expresamente consumir sangre: “Si un hombre cualquiera de la casa de Israel, o de los forasteros que residen entre ellos, come cualquier clase de sangre, yo volveré mi rostro contra el que coma sangre y lo excluiré de su pueblo” (Lev. 17, 10). Jesús exhorta a beber su sangre, creando una clara posición polémica respecto al Levítico. Una de las posibles explicaciones histórico-críticas a la legislación que citamos es que, en un principio, haya sido utilizada para erradicar determinadas creencias populares de Israel que contradecían el culto único a Yahvé. Algunos israelitas, bajo la influencia de los pueblos que los rodeaban y bajo la concepción de que la sangre es la vida o alma de los animales y los humanos, habrían bebido esta sangre esperando fortalecerse y revitalizarse con energía de vida. Estas prácticas, en nada se condecían con la fe yavhista. Pocos versículos antes, en Lev. 17, 7 hallamos una referencia más precisa a estas desviaciones religiosas: “En adelante no seguirán sacrificando sus sacrificios a los sátiros tras los cuales se prostituían”. Aquí, la palabra sátiros significa más precisamente chivos, puesto que era común la creencia sobre la presencia demoníaca en formas animales, por ejemplo, chivos o machos cabríos. Estos animales habían llegado a ser idolatrados en algunos momentos, desplazando a Yahvé. Por lo tanto, es posible que el sentido real de Lev. 17, 10 sea más una exhortación a creer que la vida viene de Dios, antes que una regla precisa de comportamiento. La vida no se incrementa comiendo la sangre de animales a manera de robo de energía. La vida proviene únicamente de Dios. El Hijo, Dios encarnado, sí puede ofrecer su sangre, porque Él es la fuente vital, el origen de todo. Beber su sangre también es reconocer que la vida proviene únicamente de Dios. No es la sangre de los animales lo que plenifica, lo que revitaliza; es Dios.

Estamos ante el escándalo de una divinidad dispuesta a alimentarnos con su esencia misma. En las variadas mitologías, no es extraño hallar historias donde los dioses facilitan a sus fieles alimentos materiales. Sin ir más lejos, es el libro del Éxodo quien relata la facilitación del maná a Israel como regalo de Dios. Y Jesús retoma, sobre el final del texto litúrgico de hoy, la referencia a este maná, porque está estableciendo la superación del signo veterotestamentario. El pan que Él ofrece ahora es su propia existencia, es mucho más que cualquier mitología antigua, es mucho más que el pan caído del cielo para alimentarse durante la travesía por el desierto. Es su Persona el pan, su carne y su sangre. Estamos ante el Jesús que se dona, que se da a sí mismo en lugar de dar una comida. Ya no hay signos intermediarios; estamos ante la realidad patente. El maná, como hemos reflexionado domingos atrás, era un signo para llevar al significado que era Dios. Hoy, ya no hay signo interpuesto; Jesús es el significado que se ofrece sin dobleces. Su carne y su sangre son Él, son su naturaleza, son su esencia. Se acaban las distancias. Dios no hace falsa caridad con nosotros, ofreciéndonos limosnas o sobras. Dios se compromete al nivel extremo y completo de darnos lo que es. Por eso quienes comieron el maná murieron y quienes comen el pan vivo de Jesús tienen vida eterna; porque no se alimentan de una dádiva ni de un signo, sino de la fuente vital, directamente de Dios.

Probablemente, en la historia de la Iglesia, uno de los mayores pecados haya sido (y es) gnostizar la dimensión carnal e histórica de la eucaristía. Para algunos cristianos, la eucaristía es algo tan espiritual, tan alimento para el alma, que no tiene ninguna relación con la vida cotidiana de las personas. De esta manera, comulgar no compromete con la historia de la humanidad, sino que sólo asegura una vida eterna a cambio de comer hostias consagradas. Reducimos el sacramento a ritual esporádico y mercantilista, de negociación con Dios. Por nuestra constante participación, exigimos la retribución de la salvación. Una eucaristía sin compromiso no da vida a la Iglesia, sino lo contrario, la encierra matándola de desnutrición. Si Dios se ha comprometido tanto con los hombres y mujeres del mundo, que se encarnó y fue crucificado; si dio su vida para alimentarnos a todos; lo menos a lo que puede movernos comulgar es a dar, también, nuestra vida. Sólo la vida entregada puede alimentar. La vida privatizada, cuidada en demasía, se ahoga.

La Iglesia, interpretando la eucaristía como bien espiritual desencarnado, se contrapone a la misión, se contrapone a la historia de los pueblos, se contrapone al proyecto salvífico. La vida entregada por Jesús no fue un evento espiritual y místico que, bajo la apariencia de hombre, dejó a Dios exento del sufrimiento. Parte importante del misterio de la encarnación es ese dolor sufrido por Dios mismo, esa crucifixión, esa muerte en el Inmortal. Fue decisión de Dios donarse de tal manera. Fue decisión de Dios salvar desde la radicalidad de la entrega. Si creemos los católicos que en la eucaristía tenemos la presencia viva y real del Hijo, el crucificado, el asesinado, el que derramó la sangre/vida, entonces tendríamos que creer con igual intensidad que la eucaristía nos alimenta para alimentar, nos da vida para que nosotros la demos, nos es entregada para que nosotros nos entreguemos. El que se alimenta de la eucaristía no puede vivir desinteresado de los demás, no puede estar al margen de la historia de los pueblos. Corremos el riesgo de un gnosticismo espiritual cuando disociamos el pan consagrado de la consagración de la vida propia.

La misión se alimenta de la eucaristía justamente porque ha de desarrollarse en la historia con la radicalidad de la entrega. La eucaristía es alimento y modelo para el misionero, es recordatorio y actualización del Hijo misionero del Padre que se encarnó. La misión no puede ser gnóstica, desentendida de lo material, ajena al devenir de los sucesos de los tiempos. La misión es y se hace a la par de la historia humana, con sus idas y vueltas, con sus muertes y sus vidas. La misión pretende vivificar todo con la vida de Dios; eso se concreta respetando la praxis divina, que asumió la historia, asumió la carne, y eligió libremente donarse. El misionero, también, deberá hacer suyo el camino de los pueblos, hacer carne su cultura, y con libertad darlo todo.

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WebJCP | Abril 2007