Posiblemente más de una vez hemos escuchado aquello de que “la venganza es un plato dulce que se sirve frío”. Y es bastante posible que alguna vez lo hayamos experimentado.
Si alguien me hace una “mala jugada” puedo reaccionar de forma inmediata, y de distintas maneras. Pero dicen que es “mejor” guardártelo, y cuando la otra persona no lo espere, vengarte. Dicen que es más gratificante.
Se trata de un razonamiento demasiado extendido, pero engañoso.
La teoría de la “venganza fría” encierra una gran mentira. Salvo que sea una persona masoquista, mientras dejo pasar el tiempo, esperando mi momento, me va recorriendo por dentro la bilis que me hace la existencia más amarga de lo que ya puede ser por sí misma.
En realidad, toda forma de venganza, sea fría o caliente, es una gran falsedad humana. Expresa una forma de entender mi vida y mi relación con los demás que esconde una profunda debilidad.
Quien utiliza la venganza está proclamando a los cuatro vientos: “para que yo me sienta feliz, necesito que el otro sea infeliz”. En el fondo me valoro tan poco que necesito pisotear a alguien para sentir que soy alguien. ¡Pobre del que necesita de la venganza para sentirse persona! Su gozo momentáneo se convertirá en una espiral de amarguras.
Una propuesta incomprensible
Lo del “ojo por ojo y diente por diente” formaba parte de la ley religiosa en tiempos de Jesús. Pero como tantas normas religiosas, en vez de acercar a Dios y hacer a la persona más humana, nos aleja de Dios, nos hace más inhumanos y terminan por convertirnos en seres permanentemente amargados.
Claro que era una ley que estaba escrita en la Biblia. Por eso, la propuesta de Jesús resultó incomprensible para sus contemporáneos.
El Maestro de Nazaret habla repetidamente del perdón y lo pone como condición para acercarse a Dios: “Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Y Jesús va aún más allá: “Yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (…). Vosotros, pues, sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre celestial” (Mt 5, 44-48).
Era pedirles demasiado a aquellos hombres y mujeres que desde hacía poco tiempo lo seguían por curiosidad más que por otra cosa. Después de dos mil años sigue siendo pedirnos demasiado a nosotros que nos consideramos cristianos, pero no hemos comprendido, como dice la liturgia que “el poder de Dios se manifiesta en el perdón y la misericordia” (Oración de la Misa del Domingo 26º).
El poder y la felicidad
Dios quiere que el hombre sea poderoso. Pero no a través del poder de la fuerza, del dominio, del aplastar al otro… Dios quiere que seamos poderosos a través del amor, que va más allá de un sentimiento, y se manifiesta en la capacidad de perdón y de misericordia.
Las frases de Jesús que hemos citado más arriba, las pronuncia inmediatamente después de proclamar la bienaventuranzas, después de proclamar “felices” a los que se empobrecen para compartir, a los que lloran ante la injusticia, a los que no actúan con doble intención, a los que son perseguidos por practicar la justicia.
Ése es el camino de la felicidad y el que da verdadero “poder” al hombre. Toda otra forma de poder es una caricatura macabra que lleva a la violencia y al sufrimiento.
El perdón, trabajo misionero
Basta que des una ojeada a esta revista misionera que tienes en las manos, o a cualquier otra, que entres en cualquier página Web relacionada con el Tercer Mundo para que te encuentres numerosas –demasiadas- noticias marcadas por la violencia.
Es en esas situaciones donde los misioneros estamos llamados a anunciar la Buena Noticia del Evangelio, a proclamar la voluntad de Dios de que el hombre sea feliz y viva una vida plena, donde el dolor y el sufrimiento queden desterrados.
Por eso es parte fundamental de nuestra tarea anunciar el perdón, crear las condiciones para que ese perdón sea posible, para que se haga realidad la reconciliación.
No es tarea fácil. Con frecuencia nos enfrentamos a realidades donde el odio y la venganza llevan años o siglos arraigados.
Y es ahí donde se nos pide ser testigos de que “el perdón es más dulce que la venganza”.
Si alguien me hace una “mala jugada” puedo reaccionar de forma inmediata, y de distintas maneras. Pero dicen que es “mejor” guardártelo, y cuando la otra persona no lo espere, vengarte. Dicen que es más gratificante.
Se trata de un razonamiento demasiado extendido, pero engañoso.
La teoría de la “venganza fría” encierra una gran mentira. Salvo que sea una persona masoquista, mientras dejo pasar el tiempo, esperando mi momento, me va recorriendo por dentro la bilis que me hace la existencia más amarga de lo que ya puede ser por sí misma.
En realidad, toda forma de venganza, sea fría o caliente, es una gran falsedad humana. Expresa una forma de entender mi vida y mi relación con los demás que esconde una profunda debilidad.
Quien utiliza la venganza está proclamando a los cuatro vientos: “para que yo me sienta feliz, necesito que el otro sea infeliz”. En el fondo me valoro tan poco que necesito pisotear a alguien para sentir que soy alguien. ¡Pobre del que necesita de la venganza para sentirse persona! Su gozo momentáneo se convertirá en una espiral de amarguras.
Una propuesta incomprensible
Lo del “ojo por ojo y diente por diente” formaba parte de la ley religiosa en tiempos de Jesús. Pero como tantas normas religiosas, en vez de acercar a Dios y hacer a la persona más humana, nos aleja de Dios, nos hace más inhumanos y terminan por convertirnos en seres permanentemente amargados.
Claro que era una ley que estaba escrita en la Biblia. Por eso, la propuesta de Jesús resultó incomprensible para sus contemporáneos.
El Maestro de Nazaret habla repetidamente del perdón y lo pone como condición para acercarse a Dios: “Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
Y Jesús va aún más allá: “Yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (…). Vosotros, pues, sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre celestial” (Mt 5, 44-48).
Era pedirles demasiado a aquellos hombres y mujeres que desde hacía poco tiempo lo seguían por curiosidad más que por otra cosa. Después de dos mil años sigue siendo pedirnos demasiado a nosotros que nos consideramos cristianos, pero no hemos comprendido, como dice la liturgia que “el poder de Dios se manifiesta en el perdón y la misericordia” (Oración de la Misa del Domingo 26º).
El poder y la felicidad
Dios quiere que el hombre sea poderoso. Pero no a través del poder de la fuerza, del dominio, del aplastar al otro… Dios quiere que seamos poderosos a través del amor, que va más allá de un sentimiento, y se manifiesta en la capacidad de perdón y de misericordia.
Las frases de Jesús que hemos citado más arriba, las pronuncia inmediatamente después de proclamar la bienaventuranzas, después de proclamar “felices” a los que se empobrecen para compartir, a los que lloran ante la injusticia, a los que no actúan con doble intención, a los que son perseguidos por practicar la justicia.
Ése es el camino de la felicidad y el que da verdadero “poder” al hombre. Toda otra forma de poder es una caricatura macabra que lleva a la violencia y al sufrimiento.
El perdón, trabajo misionero
Basta que des una ojeada a esta revista misionera que tienes en las manos, o a cualquier otra, que entres en cualquier página Web relacionada con el Tercer Mundo para que te encuentres numerosas –demasiadas- noticias marcadas por la violencia.
Es en esas situaciones donde los misioneros estamos llamados a anunciar la Buena Noticia del Evangelio, a proclamar la voluntad de Dios de que el hombre sea feliz y viva una vida plena, donde el dolor y el sufrimiento queden desterrados.
Por eso es parte fundamental de nuestra tarea anunciar el perdón, crear las condiciones para que ese perdón sea posible, para que se haga realidad la reconciliación.
No es tarea fácil. Con frecuencia nos enfrentamos a realidades donde el odio y la venganza llevan años o siglos arraigados.
Y es ahí donde se nos pide ser testigos de que “el perdón es más dulce que la venganza”.
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