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viernes, 9 de marzo de 2012

III Domingo de Cuaresma (Jn 2,13-25) - Ciclo B: EN ESPÍRITU Y VERDAD


Por P. Félix Jiménez Tutor, escolapio

Los templos, rascacielos antes de los recientes rascacielos, han existido siempre. Estos espacios comunitarios cobijan a los fieles en busca de conexión vertical y horizontal.
Alain de Botton en su libro “Religión para Ateos “anuncia su intención de levantar un templo en Londres para los ateos.
¿Creen ustedes que los ateos necesitan templos?. Los ateos no necesitan templos ya que no creen en la dimensión vertical de la existencia y todos los templos del mundo están abiertos a todos, a los creyentes y a los ateos. Aquí también vienen algunos ateos. La cosa es robarle a la religión sus buenas ideas.

El domingo pasado éramos invitados a mirar a lo alto y a escuchar la voz de Dios. Nosotros hemos convertido muchas veces la Cuaresma en tiempo de mirarnos a nosotros mismos, en un ejercicio de introspección para recordarnos lo malo que somos, gran peligro cuaresmal, cuando la Cuaresma es tiempo de mirar a Dios y poco más.

En el evangelio de este domingo Juan nos narra que Jesús sube a Jerusalén a celebrar la Pascua de los judíos.

Primera visita de Jesús a Jerusalén al comienzo de su ministerio y primer gesto profético de Jesús.

Jerusalén, la ciudad santa, el centro religioso del país, vibra en torno al Templo, al único Templo del país que monopoliza la religión.

Al Templo suben las tribus de Israel, al Templo suben los judíos de la diáspora, al Templo sube Jesús a celebrar la historia de su pueblo, la historia de la que Dios es el principal protagonista.

“Jesús encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados. Y haciendo un látigo de cordeles los echó del Templo”.

Jesús acababa de asistir a unas bodas en Caná donde multiplicó el vino, la fiesta y la alegría y acto seguido vemos a un Jesús indignado y cabreado porque la casa de oración, el Templo, ha sido convertido en un gran casino donde todo vale, todo se comercia, se abusa de todos los peregrinos y la grasa de los toros es más preciosa que la presencia de Dios.

Jesús no es el primero de los profetas que profetiza contra el Templo, talismán de salvación. En el capítulo 7 del profeta Jeremías podemos leer el siguiente aviso: “Ponte en la puerta del Templo de Yahvé y predica esta palabra. No confiéis en palabras engañosas, diciendo: Templo de Yahvé, éste es el Templo de Yahvé”.

Y el profeta Zacarías termina su profecía con estas palabras: “Y aquel día no habrá comerciantes en el Templo de Yahvé Seabaot”.

Jesús sufre la primera indignación de su ministerio y su primera indignación no es contra los adúlteros ni contra los fariseos y su rígido legalismo, eso vendrá después, se indigna contra los hombres religiosos que han convertido el culto y la religión en ritos sin alma, en un supermercado espiritual donde se compra todo, se sacrifican animales, se encienden velas y no se ofrece nada.

Jesús se indigna porque el clero y los fieles han olvidado el primer mandamiento, amar y celebrar a Dios.

Y como al principio de la creación Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, el primer Templo por el que Dios se paseaba todas las tardes, Jesús, látigo en mano, expulsa a los mercaderes, a los banqueros y sus monedas y a las ovejas del Templo. Templo, ámbito para la oración, no para el comercio y los sacrificios sangrantes.

¿Sorprendidos de ver a un Jesús indignado, cabreado y lleno de ira protagonizando el único incidente violento de su vida?

San Agustín escribió que “la esperanza tiene dos hermosas hijas: la ira y el coraje. Ira contra las cosas que no están bien y coraje para luchar por cambiarlas”.

Jesús no se indigna porque a él no le salen las cosas bien sino porque las cosas de su Padre han sido olvidadas, porque la injusticia y el mal abundan en el mundo y en el ámbito sagrado del Templo.

La ira santa no se opone al amor, es el grito que pide más amor frente a la injusticia, que exige poner a Dios en su sitio y relativiza todos los medios humanos para llegar a Dios.

Después de poner todo patas arriba, las autoridades religiosas del Templo le piden a Jesús sus credenciales.

Jesús les dice el Templo soy Yo. “El hablaba del Templo de su cuerpo”.

Para ir a Dios sobran todas las autopistas humanas. Jesús es la única autopista que lleva a Dios. Jesús es el Templo en el que se manifiesta la gloria y la presencia de Dios para siempre. Todos los templos son innecesarios le dice Jesús a la samaritana: “Créeme mujer, que llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad”, Juan 4, 21.

Y en el capítulo 21 del Apocalipsis se nos recuerda que en la nueva Jerusalén ya no habrá Templo. “Pero no vi Templo alguno en ella, porque su Templo es el Señor, el Dios todopoderoso y el Cordero. Nada profano entrará en ella”.

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WebJCP | Abril 2007